Extraído del libro “Aquellas semillas rojas”, docentes y alumnos del Instituto Santa María, Mercedes (B), Jóvenes y Memoria 2009.
Cuando Oscar Dinova se encontraba exiliado en Francia, escribió en 1982 un poema para su entrañable amigo Javier Casaretto, quien había sido secuestrado en Mercedes por efectivos del Ejército en 1977, recluido en el centro clandestino de detención conocido como “El Vesubio” donde sufrió torturas, para pasar luego a ser otro de los tantos presos políticos en la cárcel de Ezeiza hasta ser liberado en 1980.
“Oda por Miguel” (A Javier)
Muere el hombre, Miguel
muere y su pena
muere el tibio, regular latido
muere lo duramente forjado y muere
de su muerte el fiel proyecto.
Sigue sin él
el claro arroyo
el silbido matinal
los amplios ojos,
pero ya no tendrán memoria
la piel quemada
ni la sangre violenta
ni el olvido.
Quien escribió sus desdichas
estercola la tierra,
fecunda lo que fecundó su palabra,
sólo el frágil rocío
nos traerá mañana
su verbo inequívoco, sin ambigüedades.
Y esto, inevitable
nos ahoga la garganta
pues que el hombre es barro
con otros nombres,
sólo la ausencia del vocablo tierno
del canto firme
es imprescindible,
sólo la palabra cruda, descarnada,
que denuncia al cuervo negro
en la morada,
sólo la fiel sonrisa
y la frente ancha
ese inmenso talento
de dar al hombre el lugar
que le corresponde...
Sólo eso nos falta.
Javier es un hombre que, a pesar de haber sufrido en carne propia el terrorismo de Estado durante la última dictadura argentina, transmite serenidad y a la vez firmeza y claridad en sus conceptos, brindándonos el siguiente testimonio:
“Yo estuve buena parte de la dictadura militar detenido. Primero me secuestraron a fines del 77 y me llevaron al campo de concentración “El Vesubio”, ahí estuve veinte días y después casi tres años preso en la cárcel de Ezeiza. Mi actividad política era considerada ilegal por el régimen de aquel tiempo. En “El Vesubio” fui torturado; el secuestro y la reclusión en un campo de concentración tenían como objetivo sacar información a los militantes políticos para poder detener a otros militantes, y el método que utilizaban era justamente la tortura. A la mayoría luego los han matado, son los miles de desaparecidos que tiene este país. A algunos, por distintas razones, nos derivaron a una cárcel legal; es decir que dejamos de ser desaparecidos para pasar a ser presos políticos.
Cuando estaba en la cárcel escribía; no sobre la militancia, por razones obvias, ya que no era muy prudente en ese momento escribir sobre ciertas cosas. De todos modos, uno escribe sobre lo que le está pasando, algo que siente, que lo alegra o lo hace sufrir. Yo empecé a militar más o menos a los dieciséis, diecisiete años, la militancia política era muy común en aquella época. Primero comencé con un grupo de la iglesia San José a realizar tareas sociales. Luego continué en el barrio Trocha, donde yo vivía, en aquel tiempo un barrio de características humildes. Empecé a trabajar en la Juventud Peronista , que era la agrupación que mayor cantidad de gente reunía en Mercedes y en el país. Paralelamente formé parte de la sociedad de fomento. Fue hacia fines de 1974 y durante todo el 75, durante el gobierno de Isabel Perón. Aunque ya había problemas importantes en términos de represión, no se había llegado aún a los niveles de la dictadura militar.
La mayor parte del trabajo que realizábamos en la sociedad de fomento era brindar apoyo a menores, especialmente a los escolares más chicos, hacer mejoras para el barrio, como por ejemplo veredas; y al mismo tiempo realizábamos actividades de propaganda. Eso fue hasta marzo del 76, ya que cuando se produce el golpe militar, la dictadura prohíbe todo tipo de actividades políticas, así como muchas otras de tipo social y cultural. Yo seguí trabajando en la sociedad de fomento de mi barrio como secretario. Curiosamente eso estaba bastante permitido. Pero también seguí haciendo actividades políticas en forma clandestina con quienes quedábamos de la Juventud Peronista aquí en Mercedes, hasta que me secuestraron la noche del 28 de diciembre de 1977 junto a otros dos compañeros: Juan Carlos Benítez y Arturo Chillida. Fue una detención ilegal, en horas de la noche, con autos civiles y hombres encapuchados.
En un primer momento no supe quiénes eran, pero esa misma noche me enteré que se trataba de personal del Regimiento 6 de Infantería, con asiento en esta ciudad. Hasta el 16 o 17 de enero de 1978 estuvimos en “El Vesubio”. En general, con los secuestrados los militares adoptaron tres actitudes diferentes: a la mayoría, una vez que le sacaban los datos que ellos querían bajo tortura, los mataban. Los tiraban al mar, los quemaban o los fusilaban y los enterraban en tumbas NN. Hubo casos de gente que directamente la largaban a la calle y a otros los ‘blanqueaban’, es decir que los convertían en presos políticos.
Para mi familia fue muy doloroso, especialmente esos veinte días que estuvimos desaparecidos. La misma noche del secuestro, mi padre fue a la iglesia San José, ya que era amigo del cura párroco, que me conocía desde chiquito. Era el padre Antonelli, ya fallecido, quien fue enseguida hasta la Curia a hablar con el obispo y después fue al Regimiento a preguntar por mí. Obviamente, lo único que consiguió fue una negativa. Al día siguiente, mi padre fue a todos los lugares donde pudo: al Ministerio del Interior, presentó hábeas corpus en la justicia. Le negaban todo, hasta que veinte días después, así como por milagro, aparecimos encapuchados en el Regimiento una mañana. Nos hicieron aparecer como que habíamos ido voluntariamente a presentarnos.
Después nos sacaron las capuchas y en horas de la tarde nos llevaron a la sala de la jefatura. Allí estaba el jefe del Regimiento y el que nos llevó fue el jefe del grupo que nos había secuestrado y que nos había torturado, un oficial de acá de Mercedes, de apellido Del Río. A Juan Carlos Benítez y a mí nos dejaron detenidos y nos sometieron a un Concejo de Guerra, un tribunal militar totalmente ilegal, como todo en aquella época. Nos dieron una condena de dos años y ocho meses. Estuvimos primero en varias unidades militares y después en la cárcel de Ezeiza. A Arturo Chillida lo liberaron entregándoselo a sus padres.
Recién entonces mi padre pudo verme. Fue al Regimiento con el padre Antonelli, que se había ocupado mucho. Eso lo tranquilizó un poco, aunque después de veinte días de maltrato y de mala alimentación, al verme mal vestido, en mal estado físico y flaco, recuerdo que su expresión fue de espanto, pero al menos supo que estaba vivo.
Poemas escritos por Javier Casaretto en la prisión de Ezeiza:
Uno cree que la estación desvencijada de los ojos
no cuajará nunca en descumbradas fatigas,
y que no se puede despedazar el verde del verano
de los paraísos
y sus circunstancias;
uno cree que no puede despintarse la pintura
de los bancos por sentarse.
Uno cree indiscriminadamente.
Y ensueña que abril despertará
de susurros de pulmones de alegría,
y huevos proclives en sus trenzas,
y que saltando intentará enlutar esa vieja esquirla
del costado.
Uno se ilusiona de ilusiones azules
y se enjoya todas las tardes con su porta gris.
Uno cree que podrá con la garra,
que la mueca morirá de inconstancia al quinto día,
que el pico insoportable cae de propios abismos,
cree en su ojo, en su plasma
y su aliento,
y embravía su gesto cada mañana creyendo intuir
su noche y su agua.
Uno cree...
Pero olvidamos el rayo y el rebenque,
olvidamos el miedo.
Y se pueden caer todas las hojas del laurel,
amargas,
y se pueden quebrar los brazos que algún día
estuvieron altos, firmes;
y se pueden llagar las caricias planas del viento,
descomponiéndose en quebradas noches;
y puede mi vecino caer.
Puédense esparcir las sonrisas sin repartirse
(el aguijón de la angustia saltándonos a la boca);
y la antigua vereda ser sólo
un sepulcro de mis antiguos pasos,
y, seguro, nunca más doblarás la esquina para mis ojos.
Y no serán tus dedos un descanso.
Podrán desandarse los huecos, símbolos
de una noche de demasiados achaques;
y contraerse el ceibo de los fondos de mi casa
sobre sus claros;
y la basura sacudirnos remalazos,
y una cotidiana tristeza endilgarse cotidianamente
a mis clavos.
Podrán despedazarse los sueños,
los laberintos tenues,
las palabras...
Pero sigue el movimiento,
la prisa de ser.
Verás que no se puede terminar de un instante seco
la ilusión de una caña,
que no se puede ser eterno rasguño carcomiendo sueños
de antiguo proceder,
que no se mantiene intacto el derruido secreto,
que no resguarda el distraerse de los pasos y de las
agujas.
Que no se aparta nunca totalmente el césped
de la caricia del viento;
que la ortiga no puede ser difundida en son de esperanza,
que colma la gota su abandonado aire
sin un provecho.
Y espaciáranse tus horas tras un misterio
de tardes descontinuadas,
y los zapatos te faltarán de historias,
te robarán espacios los ágiles pasos de tus mismas
manos,
serás catalogado y lo aceptarás distraídamente,
serás la jota de la casa en contrapunto.
Y así verás que somos muchos ampliando la llama,
a esfuerzos de diarias fragilidades;
desgoteando los gestos contra el hastío;
verás que está en todos la cosquilla, o estuvo,
verás que no es lo que parece,
verás qué tierno y doloroso.
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